domingo, 26 de junio de 2011

REQUIEM AETERNAM,,, JOSE COHEN



Ahí está uno, en el fondo de este océano de agua turbia; ciego, obligando al pulmón a respirar en mitad del sufrimiento fetal de un ahogamiento, buscando con los ojos una verdad que ya no es nuestra; solos, inevitablemente solos, impregnados de una sensación de orfandad que se acumula en la trasnoche de los días perdidos. Si, cada cabeza es un mundo, un mundo con dos polos inciertos, achatados, azules sin sentido; flotando sin gravedad en el desconsuelo de los instantes aciagos, con las rodillas pegadas a la mandíbula de la desesperación por el miedo nefasto de seguir despertando sin fuerzas en la verdad corpórea, por eso la creación es un instrumento exacto, matemático,  irrefutable, perfecto en ese instante que lo enciende de gloria. La creación es abismo, no es una oportunidad, es un karma nefasto que gotea en el organismo, permeando por erosión cada órgano útil,  el humano se vuelve más humano, de carne, de huesos y de tiempo contado, sobre todo de tiempo.
Explotan los vínculos, y el sujeto como objeto pierde asideros viables, queda indefenso, el hombre de Platón regresa a la caverna lleno de sí, atascado de existencia, cubierto del lodo de la vida; envuelto en las llamas de sus propias preguntas; no acepta mas cadenas, no es capaz de admitir que ha sido libre y que la libertad le ha cortado las alas con el filo inclemente de una intemperie artera.
En “Requiem Aeternam”  el tiempo tiene; en su ritmo perpetuo, un orden innumerable de piezas de reloj contando  nuestro tiempo, un daño secundario. Bret Albertson lo sabe,  lo sabe y agoniza porque “a los treinta años, ya puedes respirar bajo el agua”, “como si no importara mañana ni existiera el destino”, no hay ternura en el juego, hay dolor de relato, hay un trayecto herido que de hinojos suplica entre oración y pena una muerte tajante que acabe con este destierro inefable en el mundo de la sensación. El humano común, no es capaz de sufrirlo porque “parece carecer de la habilidad para apreciar un hecho como lo hace cuando es un sueño”, el daño sin censura es un tropo nefasto que “impide remediar indolencias con los tragos de luna”, aferrando a la realidad de su muñeca el último suspiro de un otoño perdido en las vergüenzas que Pablo Arnau esconde por miedo a que se note “con qué facilidad pulverizaron el alma limpia del niño del espejo”, por el temor latente de ser el mismo sujeto del recuerdo, por miedo a la verdad de la memoria, al tramo insuficiente de nostalgia que le deja la ira de haber sido un “él” en este “yo” supino, en la ausencia que habita  este texto empapado de angustia. Cohen, el autor, a trote sostenido, compacta una estructura subyugante donde la intersección abrumadora de penas subyacentes estruja al individuo y lo vuelve de barro.
Las ganas de morir no son la muerte, menos en este caso en que la muerte llega sin querer, lenta y arbitraria, irrumpiendo en el sueño que poco a poco comienza a ser eterno. Morirse sin querer, el último golpe de la ironía en la morfología del rostro de un protagonista que se bebió la vida de un trago. El ámbito se llena de preguntas, todas las que hemos imaginado, cuando en algún insomnio la duda de la muerte ensombrece la noche
Lleno de imágenes “Requiem Aeternam” recuerda el ultimátum Nietzscheniano que Kundera preconiza como “un crepúsculo de la desaparición que lo baña todo con la magia de la nostalgia” reconciliando al ser con su nada remisa, intermitente, inicua, y recoge la inquietud de tanto verbo escrito, nos remite a lo profundo de una literatura moderna,  enhiesta en  la incertidumbre nacional de la letra escrita, bien escrita.  Cohen es un foco prendido en esta nueva literatura en la que pocos son mencionables, menos son universales,  la universalidad es un proceso abierto que se come los límites del tiempo, haciéndonos pensar que el signo hizo mención del temor oculto en nuestro silencio.

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